Le escribo esta carta para explicarle el motivo de las malas
acciones por las que se me juzga, a pesar de haber pasado quince años de estas.
Si bien para que usted entienda mi historia, tendré que empezar desde el
principio.
Nací en el hospital Virgen del Rocío, en Sevilla. Mi madre
murió a mi nacimiento y mi padre me crió en Torreblanca. A pesar de que éramos
pobres, en nuestra casa nunca faltaban las risas. Crecí como cualquier otro
niño de mi barrio, aunque no solía juntarme con nadie ya que los otros niños me
consideraban diferente por mi aspecto. Por lo visto era moreno en demasía y más
delgado que el resto de niños. Cuando tenía siete años, hirieron de muerte a mi
padre durante un tiroteo en uno de sus trabajos en las Tres Mil Viviendas.
Me quedé sin familia, sin comida y sin casa. Andando por Torrelaguna, conocí a un hombre que parecía nuevo en la ciudad y estaba huyendo de la policía. Escondí a aquel hombre en una de las muchas casas abandonadas. Una vez que se tranquilizó todo, el hombre se presentó. Se llamaba Miguel Salamanca Castro. Yo le expliqué mi historia y él, en compensación por haberle salvado, me ofreció el primer trabajo de muchos otros como ya contaré. Me explicó que la policía le perseguía por un paquete que llevaba en su mochila, que se le había caído durante su persecución. El trabajo consistía en recuperar la mochila y llevársela a un grupo de personas en la calle Aniceto Sáenz. Me prestó un mapa, aunque yo ya sabía a qué casa se refería. Todo el mundo la conocía, hasta mi padre me dijo una vez que era peligroso ir por allí, pero él ya no estaba aquí para impedirme que fuera. Acepté el trabajo a cambio del saco de manzanas que prometió darme si volvía cuando hubiese acabado. Terminar el trabajo me llevó poco más de cinco minutos y volví a la casa donde se quedó Miguel. Todo seguía igual excepto por el saco de manzanas que había en lugar de Miguel, que había desaparecido. Cuando cogí el saco, de él cayó una nota. Nunca había ido al colegio, así que no sabía lo que decía la carta. No obstante, pude reconocer el nombre de una calle. Una vez termine con las manzanas, fui a esa misma calle, me encontré de nuevo con Miguel, aunque esta vez no huía de nadie. Había una mujer hablando con él. Entonces Miguel me vio y se despidió de la mujer. Cuando llegué hasta donde estaba, le expliqué que no entendía lo que decía la nota. Él me explicó que tenía otro trabajo para mí y que este era más peligroso. Tenía que llevar un sobre con polvos blancos que me facilitó y venderlo por esa misma calle. Eso sí, no podía verme la policía.
Contada mi historia,
tengo que decir que es por la nueva ley por la que se me va a juzgar todo esos
trabajos que hice de joven. Sepa usted, señor juez, que le escribo esta carta
no para que me declare inocente, sino para que sepa de qué se me acusa y tenga
esto en consideración a la hora de decidir su veredicto.
Un cordial saludo: Lázaro .
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